Publicada el 19 de septiembre de 2015
Traducción de Magdalena I. García
Sister / Hermana Joan Chittister
(internet image / imagen de internet)
Querido Papa Francisco,
Su visita a los Estados Unidos es
importante para todos nosotros (y nosotras). Hemos visto como usted ha
convertido el papado en un modelo de escucha pastoral. Usted se ha convertido
en un poderoso recordatorio del Jesús que caminó entre las multitudes
escuchándolas, amándolas—sanándolas.
Su compromiso con la pobreza y la
misericordia, con las vidas de los pobres y con el sufrimiento espiritual de
muchos—no obstante que tan seguros se sientan respaldados por lo material—nos da una
nueva esperanza en la integridad y la santidad de la Iglesia misma. Una iglesia
que se enfoca más en el pecado que en el sufrimiento de quienes llevan las
cargas del mundo es en verdad una iglesia enclenque. A la luz del Jesús que se
juntaba con la gente más lastimada, la más despreciada de la sociedad, juzgando
en todo momento sólo a quienes juzgan, la insistencia de usted es la lección máxima
para los santurrones y los religiosos profesionales.
Siendo conscientes de esto levantamos aquí
dos asuntos:
El primero es la pobreza extrema que usted
nos menciona incesantemente. Usted rehúsa permitirnos olvidar la inhumanidad de
los barrios en todas partes, los desamparados en los escalones de los bancos en
nuestra propia sociedad, las personas que trabajan en exceso, las mal pagadas,
las esclavizadas, las migrantes, las vulnerables y las que son invisibles para
los poderosos de esta era.
Usted hace que el mundo vea lo que hemos
olvidado. Usted nos llama a hacer más, a hacer algo, a proveer los empleos, los
alimentos, los hogares, la educación, la voz, la visibilidad que brinda
dignidad, decencia y pleno desarrollo.
Pero hay un segundo asunto escondido
debajo del primero al que quizás usted mismo necesite también prestarle atención nuevamente y en serio. La verdad es que las mujeres son las más pobres de los
pobres. Los hombres tienen trabajos pagados; pocas mujeres en el mundo los
tienen. Los hombres tienen claros derechos civiles, legales y religiosos en el
matrimonio; pocas mujeres en el mundo los tienen. Los hombres dan por sentada
la educación; pocas mujeres en el mundo pueden esperar lo mismo. A los hombres
se les conceden puestos de poder y autoridad fuera del hogar; pocas mujeres en
el mundo pueden esperar lo mismo. Los hombres tienen derechos de propiedad; a la
mayoría de las mujeres del mundo se les niegan estas cosas por ley, por
costumbre o por tradición religiosa. Las mujeres regularmente son poseídas,
golpeadas, violadas y esclavizadas sencillamente por ser hembras. Y quizás lo
peor de todo, son pasadas por alto—rechazadas—como seres humanos plenos, como
discípulas genuinas, por sus iglesias, incluyendo la nuestra.
Es imposible, Santo Padre, hablar en
serio sobre hacer algo por los pobres y a la vez hacer tan poco o nada por las
mujeres.
Yo le imploro que usted haga por las
mujeres del mundo y de la iglesia lo que Jesús hizo por María quién lo parió,
por las mujeres de Jerusalén que hicieron posible su ministerio, por María de
Betania y Marta a quienes les enseñó teología, por la mujer samaritana quien
fue la primera en reconocer a Jesús como el Mesías, por María de Magdala quien
es llamada la Apóstol de los Apóstoles, y por las diaconisas y líderes de las
congregaciones caseras en la iglesia primitiva.
Hasta que esto no suceda, Santo Padre,
nada puede verdaderamente cambiar para sus hijos (e hijas) hambrientos y sus
inhumanas condiciones de vida.
Estamos contentos (y contentas) de que
usted esté aquí para hablar de estas cosas. Confiamos en que usted las cambiará,
comenzando con la Iglesia misma.
—Hermana
Joan Chittister, OSB
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Nota sobre la autora: Joan D.
Chittister (nacida el 26 de abril de 1936) es una monja benedictina
estadounidense, periodista y escritora.
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