Recordando a mi padrino, mi madre y el dolor del exilio
Mi tío materno y padrino José Antonio Ojeda Pulgarón, que
falleció en la madrugada del 27 de enero de 2019 en el Central José Smith
Comas, perteneciente al municipio de Cárdenas, provincia de Matanzas, Cuba.
José Antonio era uno de los hermanos mayores de mi madre y fue el cuarto en
fallecer de una familia de 10 hijos, producto de la unión de una cubana pinareña y un
inmigrante de las Islas Canarias.
AMANECÍ RECORDANDO al que en vida fue mi padrino, mi tío José Antonio. Mi
madre tuvo el privilegio de ayudar a cuidarlo en su última semana de vida y de
estar presente en su funeral y entierro. Fue una experiencia sanadora para ella, porque desde
su salida de la isla, en 1969, había vivido varios duelos familiares a la
distancia, sin poder despedirse de sus seres queridos, entre ellos su madre
Caridad, su hermana mayor Hortensia, su hermano Andrés y su querida sobrina
Mirta. El exilio político nos ha robado—y sigue
robando—muchas cosas, entre ellas, el poder abrazarnos en los momentos de
duelo y llorar nuestras pérdidas en el suelo que nos vio nacer. El exilio político ha abierto muchas
heridas que, a diferencia de la tumba, no cierran, sino que siguen sangrando y son,
como dice el bolero, “un pedazo del alma que se arranca sin piedad”.
Ese fue para mi madre su último viaje a
Cuba, y de allá regresó con los malestares que tras muchos meses de chequeos
médicos resultaron en un diagnóstico de cáncer de hígado inoperable en
diciembre del 2019. En tres años seguidos murieron tres
hermanitos Ojeda Pulgarón: José Antonio en el 2019, Migdalia en el 2020 y
Roberto en el 2021. Mi madre murió con el pasaporte renovado, la maleta hecha y
el mismo anhelo de reencuentro y de patria que llevó en el pecho por cinco
décadas.
Se
nos va acabando la familia, la generación que me vio nacer y crecer y,
lamentablemente, hay muchas historias que se van perdiendo, entre ellas, las
memorias del sufrimiento injusto e innecesario que el tiránico desgobierno
cubano ha impuesto sobre las familias de la isla por más de seis décadas y de
la crudeza de la vida en el exilio. Y encima tenemos que seguir soportando a diario la infamia de que
quienes no han vivido ni un ápice de la experiencia cubana—ni quieren escuchar
el dolor del exilio ni saber de “las madres que lloran por sus hijos que se
fueron”—se sientan con derecho a restregarnos en la cara, con burla y con
ironía, las supuestas glorias de la robolución cubana. Dios tenga misericordia.
© Magdalena I. García
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